viernes, 12 de noviembre de 2010

Día 1: La llegada


Querido diario:
Por fin he llegado a mi destino, la estación de autobuses de Badajoz. En buena hora se me ocurrió la genial idea de venir desde mi casa hasta aquí en autobús. En total han sido semana y algo de viaje:

  • Kampong Som (Camboya) - Phnom Penh (Camboya): 3 horas 
  • Phonm Penh (Camboya) – Lhasa (China): 17 horas 
  • Lhasa (China) – Almaty (Kazakhstan): 19 horas 
  • Almaty (Kazakhstan) – Kiev (Ucrania): 16 horas 
  • Kiev (Ucrania) – Frankfurt (Alemania): 21 horas 
  • Frankfurt (Alemania) – Dijon (Francia): 14 horas 
  • Dijon (Francia) – Santander (España): 15 horas 
  • Santander (España) - Barcelona (España): 13 horas (se nos pinchó una rueda) 
  • Barcelona (España) – Madrid (España): 27 horas (hubo una huelga de autobuses y tuvimos que esperar al día siguiente) 
  • Madrid (España) – Cáceres (España): 15 horas (tuvimos que cambiar de autobús en una ciudad que se llama Alcorcón porque el motor no pudo más). 
  • Cáceres (España) – Badajoz (España): 25 horas (esperamos todo el día en la estación porque llegamos tarde y perdimos nuestro autobús).

Al fin me bajo, jurándome a mí mismo que no volvería a coger un autobús en mucho tiempo. La peste a tabaco no se me quita de la ropa. Creo que contratan a conductores que no saben leer, porque aunque tienen un cartel de “prohibido fumar en las narices”, se pasan todo el viaje cigarro tras cigarro. Supongo que por eso será el cartel de “no hablar con el conductor”, por si le dicen algo sobre el cartel antitabaco y se ofenden por tener que reconocer que no saben leer.

Todo es raro, no se parece a las historias que oía a mi madre de pequeño cuando me cantaba las nanas a la hora de dormir. Ella era española y siempre me habló de su querida Extremadura. Al morir ella, me prometí a mí mismo ver con mis ojos aquellos lugares que, en cierta manera, eran mis raíces. Al bajar del autobús, lo primero que veo es un gran edificio de ladrillos rojos que parece estar en temporada baja de viajeros, porque aunque es enorme no se ven nada más que unas decenas de pasajeros de aquí para allá, nada que ver con las estaciones de mi país, en las que unos cientos de personas representa lo habitual. Será por eso por lo que no tuve que compartir asiento con otras personas desde que llegué a Europa.

Es domingo y el reloj local marca las 4 de la tarde. Y todo está vació, no se ve ni un alma por la calle. Tan sólo una tienda de unos compatriotas se encuentra abierta, no entiendo que el resto de comercios estén cerrados, ¡es una de las horas de más afluencia de clientes! Como no conozco a nadie lo lógico sería preguntarles a ellos directamente sobre un alojamiento, pero prefiero ser yo mismo el que encuentre todo, así me lo propuse.

De lo que me he dado cuenta es de la cantidad de espacio desaprovechado que hay, los pisos sólo tienen 5 o 6 plantas como mucho, no sé dónde pueden vivir, será que las afueras de la ciudad es donde se prefiere tener la casa. Debe ser más barato vivir en la ciudad en el centro, porque si nadie quiere…

Después de dar mil vueltas de aquí para allá sin ver un alma, decido coger algún transporte, aunque no veo ningún Ricksaw, el carro tirado por una bicicleta. Parece que al final tendré que coger otro autobús. Le pregunto al conductor (no he visto ningún cartel que lo impida) que dónde está información y turismo y. después de reírse a mandíbula batiente, me dice que suba que pasa cerca… ¡qué amable! Después de dos horas dando vueltas en autobús, cuando ya no hay nadie montado aparte del conductor y yo, se me acerca y me dice que no hay ninguna oficina de información y turismo abierta el domingo, así que me va a dejar en la estación de autobuses… supongo que será una broma típica de los conductores de autobuses a los extranjeros ¡vuelta a empezar!

jueves, 4 de noviembre de 2010

Capítulo 1: antecediendo en mi vida

Hola, antes de nada quiero presentarme. Me llamo Wuan Li Pérez y soy de Kampuchea (que en idioma temer es lo que para vosotros Camboya). La rara mezcla de apellidos se debe a un viaje de juventud que realizó mi padre en busca de experiencias que le ayudaran a encontrarse con su yo interior para alcanzar una sabiduría que le permita reconocer al Maitreya en su próxima venida. Su búsqueda del honor y la paz que precede al Nirvana le llevó a una pequeña ciudad de Extremadura... y allí conoció a mi madre, María. Ella se quedó prendada del encanto asiático que desprendía mi padre casi al instante y, al cabo de poco más de un mes, decidió acompañarlo en su viaje para poder ver con sus propios ojos aquellas maravillosas historias que mi padre le contaba durante largos paseos al atardecer.

Al cabo de unos años, mi padre quiso volver a su tierra, y mi madre no dudó ni un momento que el destino de ese hombre estaba unido al suyo, así que ambos volvieron a Kampong Som, el pueblo de mi padre. Al llegar todo seguía igual para él: clima tropical moderado, preciosas playas vírgenes a lo largo de su costa y ricas zonas arqueológicas enmarcadas en un paisaje idílico rodeado de enormes palmeras, exquisitos campos de arroz, cascadas secretas y cadenas montañosas. Pero, para mi madre, todo aquello superaba todo lo que había visto y oído, era la ciudad de sus sueños... aunque nunca pudo olvidar su Extremadura donde nació, creció y vivió tantos y tantos momentos que, ahora, sólo eran pinceladas de un recuerdo nostálgico que le hacía prometer que algún día volvería con su nueva familia para enseñarle la grandiosidad de esa tan poco conocida tierra al suroeste de España.

Y entonces nací yo. De pequeño, mi madre me acunaba contándome historias sobre Extremadura, sus gentes y su cultura, un cultura que se me hacía incomprensible y que, cada vez más, ardía en deseos de conocer. Noche tras noche me dormía pensando en la promesa de mis padres de aquel viaje a Extremadura cuando yo cumpliera la mayoría de edad. Y mientras tanto, mis estudios habituales los alternaba con el español, cosa que me fue más fácil gracias mi madre, con la que charlaba durante horas sobre su visión de la cultura de mi país. Resultaba fascinante cómo conjugaba su mentalidad occidental con la de mi pueblo, resultando una de las formas más hermosas de ver el mundo, quería llegar a verlo como ella.

Así fueron pasando los años hasta que, en la víspera de mi dieciocho cumpleaños y en lo que significaría la marcha al esperado viaje, estábamos mi padre y yo sumidos en una profunda meditación cuando una noticia nos sobresaltó: mi madre había tenido un ataque al corazón y se encontraba hospitalizada en una aldea cercana. A partir de ahí todo fueron prisas, gritos y nervios. Al llegar encontré a mi madre tumbada en la cama, débil y con una expresión en sus ojos como jamás le había visto.

Me acerqué y la besé en la mejilla con ternura, transmitiendo todo mi cariño en ese beso. Ella sólo podía esbozar una mueca que estaba a medio camino entre la sonrisa y el dolor. De repente, un médico invitó a mi padre a que le acompañara fuera de la habitación, seguramente para informarle del delicado estado de salud de mi madre. Pero yo me quedé ahí mirándola a esos ojos que me recordaban todos esos valores que me inculcó y de los que tan orgullosos me siento.

Todo sucedió muy rápido: un espasmo sacudió el cuerpo de mi madre al tiempo que yo gritaba con todas mis fuerzas en busca de una ayuda que parecía no llegar nunca. De pronto, varios médicos y enfermeras rodearon a mi madre ante mi sentimiento de impotencia. Al cabo de unos segundos, sus espasmos acabaron, los médicos se retiraron y comprendí que ya era tarde. Tan sólo su mirada cariñosa seguía fija en mí, como una despedida. Me abracé fuerte a mi padre y ambos lloramos amargamente.

Los días siguientes se sucedieron muy lentos, como si me resistiese a comprender que nunca podría volver a verla. Y fue entonces cuando me hice la promesa que ahora, 14 años después, quiero cumplir: viajar a Extremadura en busca de las raíces de mi madre, conocer aquel lugar que vio nacer a aquella persona maravillosa que tuve como madre.